febrero 03, 2015

Cuento...

I

Mientras vagábamos por internet nos conocimos. Hablamos mucho aquella noche. La mayor parte de nuestra conversación fueron temas sin sentido, pero que nos atraparon y entretuvieron por horas.
Al día siguiente seguimos conversado a través de mensajes de texto y entre broma y broma salió por ahí un “juntémonos” y de la nada ya teníamos planes para después del trabajo.

Acordamos encontrarnos en un teatro del centro, pero no para ir a ver alguna obra, sino que porque es un buen punto de referencia.

Llegué un poco antes, y cuando se cumplió la hora en la que habíamos acordado juntarnos y los minutos empezaron a pasar, pensé que sería un plantón y mi emoción empezó a decaer y comencé a sentirme triste hasta que una vibración en el bolsillo me quitó la respiración. Era un mensaje, un mensaje que iniciaba con un “lo siento”; solo leí ese par de palabras y me sentí fatal porque en mi cabeza se instaló de inmediato “no vendrá”. Continué leyendo y el ritmo de mi respiración se normalizó.

-Lo siento, salí un poco tarde del trabajo y el metro está colapsado. Espérame que ya voy llegando.

No alcancé a leer el punto final cuando ya estaba riendo nerviosamente otra vez. No sabía por qué me sentía de esa forma, porque ni siquiera nos conocíamos, habíamos hablado por menos de 24 horas, pero existía algo en sus palabras, tal vez, que me provocaba esa mezcla extraña de sensaciones.

Pasaron unos 15 minutos y llegó. Recuerdo que lo primero que vi fue su sonrisa. Grande y contagiosa, aunque reflejaba algo de nerviosismo. Me sorprendió con su saludo. Un abrazo tan estrecho y que me hizo sentir especial.

Nos miramos. Sonreímos.

-¿Dónde vamos?- dijo.
-¿No sé?- respondo.
-¿Te parece si caminamos?- contrapreguntó.

Respondí con un gesto afirmativo y riéndome nerviosamente aún.

Caminamos sin rumbo y sin darnos cuenta del entorno. Conversábamos de la vida. Nuestros gustos, el trabajo, la música y la familia.

Luego de un rato de caminata nos detuvimos y me hizo mirar una casa que le gustó. Su arquitectura le llamaba la atención y habían unas gárgolas en las alturas de la construcción que me embobaron y le dije que me gustaron mucho –a mi también me gustan. Siempre las miro y me atrapan- respondió.
Al rato yo ya no sabía dónde estábamos. Pasábamos por un callejón y encontramos un café de barrio.

-¿Quieres comer algo?
-Mmm… la verdad es que no, pero si me tomaría un jugo- le respondí.
-Yo tengo hambre- dijo entre risas.

Entramos y nos sentamos en una mesa para dos. Habían dos mesas más ocupadas, una con una pareja y la otra con dos señoras y sus hijos.

-Me da un chocolate caliente y un trozo de pie- le pidió al garzón.
La gula me ganó y pedí un chessecake de frambuesa y una limonada. –La limonada sin azúcar ni endulzante, solo limón. Puro limón- recalqué al garzón. Con eso le robé una sonrisa.
–Eres entretenido- me dijo.

Solo sonreí. Se empezó a reír.
-¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Por qué te ríes?- le pregunté nervioso.
-Por nada, solo que te ruborizaste y me dio risa- respondió.

No se si lo dijo porque de verdad pasaba o lo inventó para provocarme, pero como sea lo consiguió, porque comencé a sentir como aumentaba la temperatura en mis mejillas.

Llegó nuestro pedido y comenzamos a hablar de los gustos en la comida. Le hablé de lo mucho que me gusta el limón y me contó de su obsesión con el chocolate caliente. No sé como pero de la comida cambiamos de tema y terminamos hablando de lo mal decorado del lugar y de la mala distribución de las mesas y el espacio, pero de lo rico que estaba todo.

Cuando salimos por fin me conecté con el lugar dónde estábamos.
-Vivo relativamente cerca de aquí- le comenté.
-Yo también- respondió.

Decidimos seguir caminando hasta nuestras casas.

Nuestra conversación en ese último trayecto fue sobre literatura. Creo que no paré de hablar por mucho rato, porque comentó que le gustaba mucho un libro, que resultó ser el mío favorito de la vida y eso gatilló un discurso analítico de cada capítulo.

Llegamos a su casa que estaba dos cuadras antes que la mía. Nos despedimos y me volvió a abrazar como cuando nos saludamos. Me hizo sentir tan bien que no quería que me soltara, pero solo fue un abrazo y de seguro que duró un par de segundos, pero para mi fueron más, porque mientras caminaba seguía sintiendo su aroma, su calor y su energía.


Cuando llegué a casa le envié un mensaje contándole que estaba bien, tal como me lo pidió. Le di las buenas noches y soñé con encontrarnos otra vez.

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