I
Mientras vagábamos por internet nos
conocimos. Hablamos mucho aquella noche. La mayor parte de nuestra conversación
fueron temas sin sentido, pero que nos atraparon y entretuvieron por horas.
Al día siguiente seguimos conversado a
través de mensajes de texto y entre broma y broma salió por ahí un “juntémonos”
y de la nada ya teníamos planes para después del trabajo.
Acordamos encontrarnos en un teatro del
centro, pero no para ir a ver alguna obra, sino que porque es un buen punto de
referencia.
Llegué un poco antes, y cuando se cumplió
la hora en la que habíamos acordado juntarnos y los minutos empezaron a pasar, pensé que sería un plantón y mi emoción
empezó a decaer y comencé a sentirme triste hasta que una vibración en el
bolsillo me quitó la respiración. Era un mensaje, un mensaje que iniciaba con
un “lo siento”; solo leí ese par de palabras y me sentí fatal porque en mi
cabeza se instaló de inmediato “no vendrá”. Continué leyendo y el ritmo de mi
respiración se normalizó.
-Lo siento, salí un poco tarde del
trabajo y el metro está colapsado. Espérame que ya voy llegando.
No alcancé a leer el punto final cuando
ya estaba riendo nerviosamente otra vez. No sabía por qué me sentía de esa
forma, porque ni siquiera nos conocíamos, habíamos hablado por menos de 24
horas, pero existía algo en sus palabras, tal vez, que me provocaba esa mezcla
extraña de sensaciones.
Pasaron unos 15 minutos y llegó. Recuerdo
que lo primero que vi fue su sonrisa.
Grande y contagiosa, aunque reflejaba algo de nerviosismo. Me sorprendió con su
saludo. Un abrazo tan estrecho y que me hizo sentir especial.
Nos miramos. Sonreímos.
-¿Dónde vamos?- dijo.
-¿No sé?- respondo.
-¿Te parece si caminamos?-
contrapreguntó.
Respondí con un gesto afirmativo y
riéndome nerviosamente aún.
Caminamos sin rumbo y sin darnos cuenta
del entorno. Conversábamos de la vida. Nuestros gustos, el trabajo, la música y
la familia.
Luego de un rato de caminata nos
detuvimos y me hizo mirar una casa que le gustó. Su arquitectura le llamaba la
atención y habían unas gárgolas en las alturas de la construcción que me
embobaron y le dije que me gustaron mucho –a mi también me gustan. Siempre las
miro y me atrapan- respondió.
Al rato yo ya no sabía dónde estábamos. Pasábamos
por un callejón y encontramos un café de barrio.
-¿Quieres comer algo?
-Mmm… la verdad es que no, pero si me
tomaría un jugo- le respondí.
-Yo tengo hambre- dijo entre risas.
Entramos y nos sentamos en una mesa para
dos. Habían dos mesas más ocupadas, una con una pareja y la otra con dos
señoras y sus hijos.
-Me da un chocolate caliente y un trozo
de pie- le pidió al garzón.
La gula me ganó y pedí un chessecake de
frambuesa y una limonada. –La limonada sin azúcar ni endulzante, solo limón. Puro
limón- recalqué al garzón. Con eso le robé una sonrisa.
–Eres entretenido- me dijo.
Solo sonreí. Se empezó a reír.
-¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Por qué te ríes?- le
pregunté nervioso.
-Por nada, solo que te ruborizaste y me
dio risa- respondió.
No se si lo dijo porque de verdad pasaba
o lo inventó para provocarme, pero como sea lo consiguió, porque comencé a sentir
como aumentaba la temperatura en mis mejillas.
Llegó nuestro pedido y comenzamos a
hablar de los gustos en la comida. Le hablé de lo mucho que me gusta el limón y
me contó de su obsesión con el chocolate caliente. No sé como pero de la comida cambiamos de tema y terminamos
hablando de lo mal decorado del lugar y de la mala distribución de las mesas y
el espacio, pero de lo rico que estaba todo.
Cuando salimos por fin me conecté con el
lugar dónde estábamos.
-Vivo relativamente cerca de aquí- le
comenté.
-Yo también- respondió.
Decidimos seguir caminando hasta nuestras
casas.
Nuestra conversación en ese último
trayecto fue sobre literatura. Creo que no paré de hablar por mucho rato,
porque comentó que le gustaba mucho un libro, que resultó ser el mío favorito de la vida y eso
gatilló un discurso analítico de cada capítulo.
Llegamos a su casa que estaba dos cuadras
antes que la mía. Nos despedimos y me volvió a abrazar como cuando nos
saludamos. Me hizo sentir tan bien que no quería que me soltara, pero solo fue
un abrazo y de seguro que duró un par de segundos, pero para mi fueron
más, porque mientras caminaba seguía sintiendo su aroma, su calor y su
energía.
Cuando llegué a casa le envié un mensaje
contándole que estaba bien, tal como me lo pidió. Le di las buenas noches y
soñé con encontrarnos otra vez.
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