Hoy me miré en el espejo y vi una sonrisa, profunda y radiante... contagiosa y llena de alegría. Me atrapó y me hizo sentir bien, pero luego levanté la mirada y vi el reflejo de un par de almendras vidriosas cubiertas por una capa de agua salada que quería salir, pero que estaba atrapada por un muro invisible que no dejaba caer ni una gota.
Cuando me detuve en ese detalle me pregunté: ¿Estoy siendo honesto conmigo? ¿Por qué tengo esta sonrisa si de verdad siento todo lo opuesto a ella?
Cada día es más duro verme al espejo, me cuesta porque nunca me gusta lo que veo. Es esa mirada que me delata, esa mirada tan poderosa que con un sólo parpadeo logra destruir la alegría de mi sonrisa.
Veo la soledad y me empiezo a angustiar. Veo fealdad, deformidad y obesidad; y me empiezo a deprimir.
Luego analizo fríamente lo que veo y todo tiene sentido, empiezo a comprender el por qué de esta soledad eterna. Entiendo también cómo nacen esas miradas de desprecio. Encuentro por fin una explicación al asco que reflejan esos ojos con los que me cruzo y las risas que los acompañan muchas veces. Todo tiene respuesta cuando tengo que enfrentarme a ese reflejo que también se ríe y, de paso, me humilla diariamente.
Después de que ese hombre alto de pelo ruliento y con una barba de días se ríe de mi. Después de que la angustia, rabia, asco y pena se calman. Recién después de eso, puedo secar a la pareja de almendras brillantes para que dejen la honestidad a un lado y se dejen engatusar por la sonrisa que me manipula a diario.
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