III
A penas entramos nos topamos con una chica bajita de gran sonrisa. Me la presentó. Era una de sus roomates, faltaba un
chico que llegaría más tarde.
Dejé mis cosas en un sillón y fui a la
puerta de la cocina a preguntar si podía ayudar en algo. La respuesta fue
negativa y solo dijo “tranquilo, tengo todo OK”.
Seguimos conversando de la vida mientras
conversaba. Reíamos mucho y en mi cabeza
se repetía la imagen de nuestras manos entrelazadas una y otra vez. Sus miradas
eran coquetas y creo que le respondía del mismo modo porque sonreía de forma
especial.
A eso llega su otro roomate, un chico de
estatura promedio, pelo corto y barba de unos días. Su mirada me intimidó por
lo rudo que parecía, pero bastó un segundo para que sonriera y dejara ver su
lado simpático y amable. Conversamos un rato y empezó a contarme cosas
humillantes de la humanidad dueña de esas manos que me hacían sentir mariposas
en el estómago.
-“Está lista la comidita”- dijo
(Sí, ‘comidita’, me encantó porque es
algo que diría yo)
En menos de un minuto estábamos todos en
la mesa probando unos ricos sándwiches de pollo con queso caliente.
Yo respondía al montón de preguntas
básicas que me hacían los roomates. ¿De dónde eres? ¿Qué haces? ¿Qué te
gusta?...
También aprendí de ellos. Ambos eran
artistas. Bueno, estudiaban artes, pero eso no quita que ya lo fuesen, porque
veía en los muros y en cada detalle del departamento obras e intervenciones
hechas por ellos.
Luego de la comida, nos quedamos
conversando un rato más de la vida y cosas, la verdad, sin importancia. Poco a
poco nos dejaron solos.
Me acerqué al balcón y le conté lo mucho
que me gustan las estrellas. Intenté ver alguna entre las luces de la ciudad.
La encontré y comencé a contarle más de mi relación especial con las luces del
cielo.
Entre tantas de mis boberías siento un
abrazo que me enmudece y paraliza. Quedamos frente a frente. Sus ojos brillaban
y yo me perdía en ellos. Su brillo era especial, más incluso que el de las
estrellas a las que tanto amo. Me hipnotizaron.
Entrelazó sus manos con las mías y las
miró. Acarició cada una moviendo sus pulgares. Soltó mi mano derecha y con la
suya acarició mi rostro. Con ese gesto morí. Definitivamente ya me había
perdido y no tenía idea de dónde estaba, solo sabía que era un lugar en el que
me guiaban sus ojos y que cada caricia suya bombeaba sangre a todo mi cuerpo.
De su boca nació una sonrisa tímida y coqueta. Se acercó y el brillo de sus
ojos hizo que me perdiera en un beso cálido y dulce.
Sus labios se separaron de los míos y,
sin decir una palabra, acarició mi rostro nuevamente, tomó mi mano y con un
gesto invitó a sentarme a su lado en el balcón. Seguíamos mudos. Yo paralizado
asimilando aquel momento lleno de magia.
Guió mi mano por sobre su hombro y
quedamos abrazados mirando la noche citadina con una luna tímida y sus pocas
estrellas parpadeantes.
Siguió acariciando mi rostro y nos
perdimos en un beso maravilloso que deseé jamás terminara.
Ese fue nuestro momento, nuestra noche,
nuestro encuentro mágico sellado con un beso que hechizó mi corazón y me dejó
perdido en ese mundo en el que sus ojos son la única luz que quiero seguir.
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